miércoles, 29 de enero de 2014

HARTO

Estoy harto.
Estoy harto de esta dictadura travestida de democracia.
Estoy harto de esta antediluviana recua de desmañados que afirman gobernarnos. 
Estoy ahíto de  estos mentecatos con ínfulas fascistoides en lo social y sin rumbo lógico pero sí ideológico en lo económico, que apoltronados en púlpitos, altarejos y juzgados ejecutan retrógradas medidas que mutilan aquello que tanto nos costó: la conquista del progreso.
Estoy hastiado por el desempleo, indómito jinete del Apocalipsis, que nos está zambullendo en una indigencia no vista desde la posguerra.
Cabreado con las autopistas sin coches. Colérico por los flamantes aeropuertos, yermos decorados de cartón piedra sin aviones,  que exhiben estatuas honrando al fachoso promotor, enojado por los despilfarros sin culpables.
Estoy harto del rescate a la banca, del griego que Grecia hace con el euro, de la prima de riesgo, de los improcedentes recortes, de los leoninos desahucios.
Cabreado con la ley del aborto, enésima medida de retroceso inaceptable, empachado de toxicómanos, fulanas y adúlteros, adalides de la prensa rosa.
Estoy harto de sufragar los emolumentos de una monarquía caduca y desvencijada. Harto de la troika, de la 'moderación' salarial, de la 'movilidad exterior', del copago sanitario, de las indemnizaciones en diferido, de la evasión de capitales de las grandes corporaciones que imploraron la reforma laboral, de la hija celíaca del propietario de Mercadona.
Hastiado de que, bajo patrias banderas, se monopolice el pensamiento. Estoy harto de adargas, de porras, de cargas policiales, de que los garrotes sometan a las palabras. 
Indignado por el tráfico de influencias, por la contabilidad furtiva, por el latrocinio de guante blanco del peculio público, por las nirvanas fiscales y por la jubilación anticipada con sazonadas prestaciones.
Estoy harto. Harto de los que están hartos. Harto de los hartos cabreados con los que están hartos.
Los mentecatos, las cabezas de turco, somos nosotros,  los ciudadanos. Adolecemos de coraje, de espíritu francés. Incluso, de dos dedos de frente. 
¡ Por favor !.
En este país hay problemas más importantes:




miércoles, 22 de enero de 2014

LA REBELIÓN DE LOS CARNICEROS

Año 2.575.
Con  la mirada perdida hacia la ambarina laguna, que esta mañana centellea con una espectral luminiscencia expedida por un sol perversamente garfioso, reposo tras toda la noche de ímproba huída a través del desangelado páramo de nogales convertidos en leña.
Quietud. Calma. No percibo señal alguna de persecución, ningún zarandeo de pisadas, ninguna voz. Tras tres días desde el hurto de la tajada de carne, he logrado despistarlos.
Con trémulo pulso, vigilando el macuto dónde escondo la carnadura sustraída, empuño mi punzante daga y con precisión parkinsoniana la inyecto en mi velludo ano. Con radiales y desgarradores movimientos consigo extraer el chip de localización que aquellos cabrones me engarzaron por vía rectal.
El inhóspito paisaje,  henchido de solfataras y pozas de lodos hirvientes, cuyas protuberancias bulbosas, lóbregas al pie, se aureolan en cumbres nevadas con un vago fulgor de penumbra, alcanza un grado tan aterrador como bucólico.
Jodida máquina del tiempo.
La humanidad ha degenerado en el caos, a pesar del pétreo progreso tecnológico. La estructura de la sociedad es semejante al feudalismo. Excluyendo a patricios, milicianos y presbíteros, la penuria es extrema. Es el cesarismo de los carniceros, la dictadura de los charcuteros, la tropelía de los matarifes, desolladores que han tomado el control absoluto en una vesania de horror.
Una sañuda pandemia de gonorrea prácticamente ha aniquilado la humanidad. Los supervivientes somos perseguidos despiadadamente por los profesionales en la cisura de carne.
Sólo subsistimos unos pocos, los elegidos tal vez. Subsistimos usurpando de los desolladeros solomillos y filetes, los bienes más preciados, escasos y cotizados, empleados como unidades monetarias.
Las mujeres son velludas, vigorosas y tienen nuez. Los machos menstruamos. No existe contacto coital entre varones y hembras. Sólo feroz contienda por apoderarse de una triza de carne.
Estoy  exánime, pero debo proseguir.
Reemprendo la marcha con el birrete de esparto enfundado en la sien, el zurrón centinela del entrecot  y los tropiezos de la premura rasguñándome las rodillas.
El galope de unos unicornios indómitos colma de polvo el aire con estrépito semejante al que hace una botella cuando se descorcha.
Camino dirección a la colina que custodia el océano, mi única vía de escape, mi última opción para sobrevivir.
Impulsado por un miedo cegado, irracional, que me obliga a vigilar por encima del hombro cada pocos pasos, confío en llegar al mar antes del crepúsculo.
Las nubes que comenzaron a estilizarse ofreciendo perfiles fálicos, vuelven a aborregarse.
Nadie me sigue en apariencia, sin embargo, de una manera instintiva, más allá de cualquier raciocinio, percibo la presencia de mi perseguidor, husmeando mi rastro, acosándome sin tregua, codicioso por recuperar la carne usurpada, ávido por descuartizarme.
Piso por fin piso senda trazada por la mano del hombre. El hedor aquí es nauseabundo. Las moscas acuden en turba devorando los trozos de carne desgarrada de los cadáveres colgados en los árboles. Las macabras cabezas de los desahuciados que se arquean implorantes hacia el cielo, son engullidas por bermejos parásitos famélicos de carroña.
El suelo está teñido de rojo y las ciénagas de sangre se convierten en arroyos que, movidos por el declive de la pendiente, manan hacia la laguna.
Los carniceros lo arrasaron todo a su paso y ningún humano pudo escapar de sus diabólicas garras.
Me detengo a orinar, dejando mi diminuto pene al aire libre.
Craso error, descuido de principiante. El hedor a churrasco de mi falo alerta a los carniceros de mi presencia.
La tierra se resquebraja, detonando en medio de la combustión del purgatorio, liberando gases herrumbres. Los chuchillos chirrían como un fúnebre coro de voces guturales devorador de cuantos seres encuentra a su paso.
Cientos de grotescos charcuteros emergen del atezado y tenebroso lodo terrestre, y ascienden como leviatanes alados rodeados por una tétrica nube crepuscular. Los cuerpos talludos y desproporcionados de los matarifes, recortan el cielo con siniestra amenaza, arremolinándose en una horda sedienta de sangre, rodeándome como a una presa cercada.
Un fibroso carnicero avanza hacia mí, agitando su cuchillo en un siniestro frenesí.
Advierto en sus ojos el odio, la rabia, la venganza. Anhela rescatar la rebanada de ternera.
Empuña el machete con perversa sonrisa. Con paso firme se dirige hacia mí.
Es la lóbrega imagen del juicio final. Qué discutible honor el mío. Asistir al colofón de la humanidad.
Tomo el trozo de carne para morir como un héroe, adalid de la causa…
-¡ Libertad !-.




miércoles, 15 de enero de 2014

PÚSTULA NASAL

El gentío del subterráneo me engulle desdeñoso y distraído, pululando con prisas en todas direcciones.
El violento temblor del andén y las chispas de los rieles anuncian la llegada del convoy metropolitano.
Atestiguo la ausencia del típico pérfido aficionado a lanzar al distraído viajero a las vías, y subo al metro trenzando bravía pelea por un lugar.
En él  hallo fuego, barahúnda putrefacta, calor.
Vesicantes bebés llorando a pleno pulmón. Mantecosos provincianos engullendo como si no hubiera mañana pálidos y tumefactos sándwiches de chorizo. Rostros de jornaleros agarrados a los asideros que escupen contra los vidrios del vagón. Posturas absurdas para intentar dormir. Grotescos ejemplares de la especie anciana con talones que simulan cojera al subir. Escuadrones de carteristas rumanos acechando a su próxima víctima. 
Un universitario, venidero desempleado de lardosas rastafarías, se apresura para subir al metro con esa gilipollez que caracteriza a quiénes corren con mochila.
Las mugrientas puertas de fierro del vagón se cierran y el metro inicia su marcha.
Escruto con esmero al gentío.
Escudriño la frente de la prieta muchedumbre. Observo embelesado las  gotas de sudor peregrinando por sus rostros, abrazando las imperfecciones de sus caras; marcas de acné, vellosidades, verrugas hepáticas, cutáneos forúnculos enquistados. Hombres de sotabarbas sin afeitar que, sin pudor, desvelan sus gustos culinarios por el aroma de su aliento, ajenos a la traición de su alquimia intestinal. Hirsutas hembras de sebáceos cabellos emanando hediondez a ácidos gástricos, menstruación evadiéndose por sus poros.
Frente a la ventana, un barbilampiño y atezado paquistaní ofrece al rollizo ejecutivo de azabachado traje un ramo de rosas.
-No gracias. Ya he follado- rechaza con altanería.
Tras ellos, un homínido politoxicómano blasfema contra el mobiliario del suburbano esbozando con spray un indescifrable graffiti.
Huelo el caos, la anarquía, la zafiedad.
El hedor agrio, macerado e hiriente de las axilas de esta caterva humana revela el sofoco que han pasado. Percibo como los sobacos, mostrados al levantar los brazos para asirse y no perder el equilibrio, están colmados de vello cuajado, atestados de sudación, ponzoñosas podagras de agua color ambarino que acumulan restos de su dermis, de la bazofia orgánica hacinada en su cuerpo a lo largo del día.
Bajo la cabeza y descubro las uñas de sus pies, grotescas estructuras turgentes, enlutadas, húmedas y malformadas que brotan desde unos dedos deformes, impuros, sucios, tóxicos.
Es la saturnal de la incorrección, la vorágine de la vulgaridad, la autocracia del desprecio a las normas escritas, escenario propicio para extirpar la costra intranasal que tanto me ha incomodado estos últimos días.
Sin reparos, penetro con el dedo índice la zurda hendidura nasal, hasta que consigo palpar el singular híbrido entre hidropesía y espinilla. La costra, caliente e hirsuta, palpita por la inflamación.
Intento, con la uña sin podar, desraizar la postilla, rasguñando el absceso hasta dejar el conducto en carne viva, exponiendo la epidermis nasal al ataque de agentes patógenos.
Sangra mi hocico. El dolor hace lagrimear mis ojos, contrayendo mi bolsa escrotal.
El nódulo gibaforme, vesícula de líquido al tacto, se está resistiendo.
Lo intento de nuevo aplicando vigorosa presión con los improvisados alicates formados por índice y pulgar. Consigo tocar la sesera de la corteza pustular, asida todavía en la pared medial de la nariz, pero fracaso en la tentativa.
Lívido de rabia y exangüe de agonía, calibro la posibilidad de abandonar tan desgarradora empresa.
Pero los rostros de los viajeros me observan en silencio, alentándome, exhortando a no desfallecer en  mi propósito.
Me aventuro ahora con el dedo corazón con astutos movimientos radiales. Percibo como el cartílago se deforma, adquiriendo cóncava estructura, permitiéndome maniobrar con mayor fluidez.
Es mi oportunidad. Tal vez la única.
Incrusto la uña en la cepa del forúnculo y con raudo movimiento vertical consigo arrancar la costra nasal.
Entre los pomposos vítores y ovaciones de los  pasajeros, procedo, cómo no, a su ingesta.





miércoles, 8 de enero de 2014

LA GITANA PITONISA

Suena el apodíctico anuncio de Microlax. El taxímetro impetra con su bermejo contador doce euros y medio. El taxista, sentado sobre una zafia poltrona de bolitas de madera, sube el volumen de la radio cuando percibe que me agrada la cuña publicitaria.
Acojonado, detiene su vehículo en la entrada del poblado, un nidal sórdido e  insalubre de un centenar de barracas por las que se escurre un arroyo encenagado.
Abono la carrera y me dirijo con paso firme hacia el domicilio de la reputada quiromante, perita lectora de manos, afanoso por despejar las incógnitas que deparan mi futuro.
Tomo un callejón de taciturnos chamizos que exhiben sin pudor por las aberturas agujereadas su corroído costillaje de madera y cartón.
Héticos colchones, lavabos descascarillados y muebles mohosos languidecen contra las sucias paredes de adobe.
De las techumbres de paja parten bandadas de gorriones cual caterva de tunantes perseguidos bajo la presta mirada de los híbridos caninos.
Las chabolas rezuman el hálito enquistado de la crápula barata: hedor a orines, cerveza rancia, carne putrefacta, fracaso y sífilis. De sus asolados portillos parece evadirse la vacilante respiración del sueño constrictor tras una noche de caricias felinas y antojos amorosos de borracho.
Limpiacristales,  cíngaras en bata y pijama, travestis, traficantes y despojos humanos de una enjutez estupefaciente desfilan como comparsa carnavalesca.
Observo, con fálica tiesura, el fulgor  movedizo de unas blancas  nalgas desgarrando la penumbra de los rincones. Un huesudo y longevo rocín es brutalmente violado por un toxicómano mientras un grupo de ambulantes fuman y palmean con destreza una rumba. Vendiendo aceite, romero y ropaje, una grotesca gitana  despedaza nueces con el culo beneficiándose de su reseca expectoración.
Una prostituta, loba avispada minada por la anemia, de decadentes senos cual lonchas de lomo, increpa al heroinómano que rechaza su ofrecimiento.
El poblado es la saturnal del vicio, el aquelarre de la libídine. Lo único virgen que existe es el aceite de oliva.
Llego a la consulta de la vidente, un barracón de dos plantas de fachada amarillenta.
Sorprendo a un esmirriado roedor libando de la aguja de una jeringuilla abandonada, sorbiendo con vehemencia la pequeña gota de sangre. Asciendo por una escalera colonizada por hercúleos escarabajos de metálicos caparazones, esquivando un mendigo que, con resaca etílica, implora a gritos la extrema unción.
La puerta, entreabierta, carcomida y roída por las ratas, es cortada de un extremo a otro por la grietas.
Dos ventanillas fustigadas por la tramontana penden de una bisagra, dispuestas a precipitarse apenas soplase brusco vendaval, decoran unas quebradizas paredes arañadas por el moho.
Sentada tras una silla sorprendo a una mujer de incipiente bozo envuelta en un chal rojo escarlata hecho jirón y unos zarcillos de latón en unas hercúleas orejas.
Con frenesí, se masturba con violácea berenjena.
Carraspeo para hacer notar mi presencia y la gitana, circunspecta, me dedica una sonrisa falsa, invitándome a tomar asiento.
Dejo, refunfuñando, 50 € encima la vieja mesita mesita de madera.
Con los ojos sellados, pitillo en la boca, toma mi diestra mano, y tras segundos de cavilación, procede espasmódicamente a tocarse la frente, el pecho y los hombros, santiguándose cual novel exorcista.
- No diviso futuro. No lo veo. Su pasado es muy confuso, ambiguo…. Veo…Veo a una chimpancé amamantándole…¿ Es usted tal vez hijo de un simio ?.- pregunta abriendo los ojos con fingido asombro.
Hija de puta.
-Prosiga- susurro apartando de mi cara el humo procedente de la bocanada de resina de hachís que la gitana acaba de lanzarme.
-Ohhh- susurra siguiendo las líneas de mi palma con su uña teñida de mugre. - Usted sí va a tener suerte, ya lo creo. Pasión, idilio desenfrenado, lujuria licenciosa. Conocerá un hombre ninfómano, orondo y velludo y dormirá con él entre sábanas de seda-.
La fulmino con mi mirada, teñida de cólera, reprimiendo un instintivo deseo por fracturarle el cráneo.
La gitana continúa hurgando mi palma derecha, sondeando las vultuosas callosidades onanistas.
-Interesante- murmura escrutando la línea de la salud. 
–Percibo desgarros anales y fisuras rectales. Mucha carne penetrando por su culo…¿ Es usted maricón ?.
Niego con la cabeza en silencio. La decrépita cíngara empieza a exasperarme. Intuyo escarnio en sus supuestas predicciones.
-¡Bendito sea Dios!-  vocifera con esotérica dicción al examinar la línea de la vida. 
- Sí. Sí. ¡Por mis antepasados faraones!- grita ungiéndome la alopecia con aceite. -¡Usted es el elegido¡.¡ El hijo omnímodo de Jehová!. ¡ Hágame digna de su edén!. ¡Tómeme!. ¡ Mancílleme!.
Cabreado ante tanta infamia, tomo un bolígrafo y esbozo un dibujo en la palma de mi mano izquierda.
-¡A ver qué adivinas en mi mano izquierda, hija de puta!-.

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