miércoles, 30 de octubre de 2013

EL MILAGRO DE SAN SANDALIO

El altar mayor centellea tal alienígena nave en ascensión, y un ígneo y trémulo rocío parpadea en las ménsulas y las esculturas recubiertas de pan de oro. Las escenas del Vía Crucis, con sus pomposos epitafios en latín, poemas románticos de cristal, acojonan al más aguerrido.
Un monaguillo organista, de precoz alopecia, se acomoda frente al clavicímbalo y con maestría suma preludia una melodía gregoriana. Le acompaña un afrancesado orfeón. Los versículos de aquel espeluznante cántico, resuenan impotentes en las bóvedas de la ermita.
El decrépito misacantano atraviesa con paso cachazudo el tenebroso laberinto de sombrías crujías y se encamina a la sacristía. Los primeros devotos empiezan a llegar urgidos por el ahínco matutino de los discípulos de quién obra milagros.
He decidido acudir a tan bella basílica, adonde no arriba el ruido de los negocios humanos, ni el vocerío de la gente de la vecina ciudad,  dispuesto a desenmascarar a este farsante travestido de sacerdote.
Cuentan en la aldea, que por orden divina y en la misa de San Sandalio, el párroco sana a cuantos enfermos asisten a su eucaristía.
Sentado en una silla de ruedas, simulando con perita habilidad un trastorno mental, aplaudo sin motivo y con furor, desconcertando a congregantes y sacristanes.
El sacerdote se solaza todavía unos instantes en la vicaría; asoma su macrocefálica cabeza, tal hurón fisgón antes de abandonar su guarida.
Otea el calendario colgado en la mármorea pared, justo al lado de una imagen de una Virgen María risueña y carente de dos piezas dentales.
Se transfigura en célico querubín, acomodándose una albina sotana, afianza la estola sobre sus curvados hombros e ingresa con rostro ultraterrenal en la capilla.
Meditativo,  eructa  con gallardía mientras se dirige hacia el altar. Llega a su altura, y realiza una leve pero angustiosa genuflexión.
Se ubica frente a los feligreses, escrutando con fingido apego los parroquianos que aguardan con impaciencia el inicio de la eucaristía.
Procede a unos prolongados minutos de taciturna meditación.
- ¡ Viva el vino ¡ - grito en un avezado intento de llamar su atención.
Una de las octogenarias despierta de su modorra de forma repentina, mientras abre los ojos con turbación.
Decenas de vejestorios, prosélitos del licor e inmutables rencos, que parecen rumiar sus oraciones en silencio, componen la caudalosa parroquia.
El clérigo  carraspea, esputando las flemas asidas en la garganta, y sus gruñidos mutilan el silencio del templo a través de la megafonía.
- En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el Evangelio según San Mateo. Al bajar del monte, le siguió una gran muchedumbre, y, acercándosele un leproso, se postró ante Él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Él, extendiendo la mano, le tocó y dijo: Quiero, sé limpio. Y al instante quedó limpio de su lepra. Jesús le advirtió: Mira, no lo digas a nadie, sino ve a mostrarte al sacerdote y ofrece la ofrenda que Moisés mandó, para que les sirva de testimonio - desgrana el sacerdote con avidez.
– Hermanos, hoy en réquiem de San Sandalio, vigésimo octavo apóstol del Pentecostés, voy a curar a un feligrés –.
Los ojos de los congregantes parecen tomar fogoso interés, mientras sus dedos emergen entre el gentío, esperando, exigiendo ser los elegidos.
Llega el momento de hacerme acreedor del empíreo milagro.
Agarro el balón de playa que descansa junto a las ruedas de mi silla y lo lanzo entre la multitud, fingiendo incontinencia salival, emitiendo guturales y mentecatos gruñidos.
El capellán calla y dirige su altanera mirada hacia mis ojos. Ve en ellos, las necesidades no satisfechas, la enfermedad, el miedo, el horror.
- Domine exercituum, dedisti mihi celestibus, adiuva me, ut curem hac infelici- musita con satánica voz.
Advierto como las llamas de los pajizos cirios avivan espoleadas por una brisa etérea, divina, sobrehumana.
Mi corazón late fuerte, impávido. Un silencio matizado por el aleteo de las moscas cándidas cubre la nave de la iglesia como celaje frío que en el amanecer desnuda pasiones furtivas.
Me estoy acojonando. Aquel miserable mosén parece tener ímprobos poderes. 
Percibo unos espasmódicos y convulsivos movimientos en mi entrepierna.
- Curem hac infelici! - repite con acerada y honda dicción.
Advierto como mi bragueta es resquebrajada por la vigorosa fuerza del ser alojado en mi pubis.
Es mi pene que, como rorro de alimaña indómita, cobra vida propia, dispuesto a, con paso pausado pero firme, emanciparse.
- Camina pequeño, camina…- musita el pastor entre los vítores de los devotos.






miércoles, 16 de octubre de 2013

ACUPUNTURA

La acupuntura es un taumatúrgico procedimiento terapéutico, perita y avezada aleación de ontología y técnica, de análisis metafísico y práctica, de crédulos dogmáticos y caricatos santeros, utilizado para la sanación de cualquier afección humana. 
Según la medicina tradicional China, existe una energía vital llamada Qi, qi circula de manera perenne por el cuerpo humano, tanto por la corteza corporal como por los órganos internos trazando trayectorias de movimientos conocidas como meridianos, cada uno de los cuales corresponde a una víscera o sistema orgánico.
La enfermedad se origina a consecuencia de un anómalo desequilibrio entre las dos fuerzas que vertebran el cuerpo humano, el yin y el yang; dos polaridades dinámicas y complementarias, y dicha asimetría bloquea el flujo de la energía neurálgica.
El restablecimiento del equilibrio del organismo es la base, el único principio para la curación.
Esta ancestral técnica de vudú cantonés, considerada ya en los añejos textos sagrados como milagrosa, consiste en insertar con denuedo una serie de recios y mágicos alfileres en la epidermis del paciente, a distintas profundidades, para espolear puntos estratégicos del cuerpo.
Las finísimas y oxidadas agujas de metal, de 3 a 125 centímetros de largo y usadas en frío por lo general, conocidas como filiformes, son la herramienta principal en los efectivos tratamientos de acupuntura.
Cada aguja, o florete taurino utilizado en patologías graves, se inserta en concretos puntos del cuerpo, dependiendo de la patología a tratar, con el fin de restaurar el flujo y la armonía de energía de nuestro organismo. Estos pinchazos, brutales y desgarradores,  están auspiciados por las leyes cosmogónicas chinas.  
Durante el etéreo tratamiento, el ingenuo paciente se acuesta apocado en una camilla, habitualmente salpicada de plasma del enfermo anterior, ya sea boca abajo o arriba. Le insertan las agujas, no siempre esterilizadas, y permanece estúpidamente con las fíbulas hincadas de 15 minutos a cuatro días aguardando que éstas hagan su milagroso efecto.
Pese a no tener corolarios secundarios, a excepción del atroz dolor en el momento de la estocada o desangrado al extraer los punzones, se han documentado algunos casos en los que el paciente ha sufrido neumotórax o perforación ventricular.
Este holístico y analéptico procedimiento es capaz de transmutar la química del cerebro, influyendo en la liberación de neurotransmisores y hormonas, y alterando las funciones del sistema nervioso relacionadas con mecanismos involuntarios del organismo. La glándula pituitaria y el hipotálamo son responsables de la liberación de endorfinas, hormonas naturales del cuerpo humano que funcionan como analgésicos. Por lo tanto, el proceso que comienza con el vándalo agujereo de una zona específica del cuerpo y continúa con la liberación de hormonas que alivian el dolor, concluye con la restitución del equilibrio interior, y por consiguiente, la sanación de la enfermedad.
La acupuntura es útil en todas las patologías. 
Es fascinante comprobar como aquel trastorno que nos está produciendo un lacerante sufrimiento mejore y desaparezca en unas sesiones.
Infinitas tesis científicas avalan la efectividad de la acupuntura en el tratamiento del dolor y en la curación de enfermedades, y está indicado su uso, por ejemplo, para sanar la lepra o el canibalismo. También se emplea en afecciones como sinusitis, fimosis, migraña, alopecia púbica, adicción a la ingesta de papel higiénico e incluso con quienes quieren contactar con seres alienígenas.
Testimonios reales:


Paco Trujillo. 63 años. Testador de preservativos.
Miopía, conjuntivitis, hipermetropía y astigmatismo.
"Perdí mis dos ojos en una partida de póquer. Tras una invasiva y cara intervención de 14 horas, un reputado oftalmólogo consiguió transplantarme los ojos de un topo caucásico. Perdí toda capacidad para percibir pequeños detalles, los puntos ciegos, las moscas volantes, los halos. Con los años, mi vista se tornó borrosa, distorsionada, casi inexistente. Tenía que llevar unas aparatosas lentes cuyos cristales medían 10 cm. de grosor. Tenía que guiarme por el olfato. Me sometieron a facoemulsificación, cirujía extracapsular e intervenciones refractivas sin éxito. Estaba muy deprimido y una tristeza y angustia muy oscuras anidaban en mí, implacables y constantes.
Decidí quemar mi último catucho: la acupuntura. No me gustaban demasiado las agujas, pero tenía que probar. Ya en el primer mes el resultado fue espectacular. En dos meses no solo había recuperado la totalidad de mi visión sino que podía ver a través de las paredes!.
Las sesiones de acupuntura reconectaron mis meridianos e hicieron fluir mi energía a diferentes niveles.
Mi oculista no podía creerlo! Se sintió tan sorprendido por mis avances que me dijo  que nunca había visto nada parecido antes.".


Jéssica Castillo. 28 años. Modelo y bailarina.
Dolores menstruales.
"Desde muy jovencita tenía el período irregular y en los últimos años llegué a tener retrasos de casi un semestre, con expulsión de flujo oscuro, mucho frío en manos, sangrado en las encías, sensación de cansancio habitual y cefaleas recurrentes. Conocí al maestro Ho Wun Choy, un encanto como persona y terapeuta, y me beneficié en sus  consultas de la acupuntura además de los remedios para mi dolencia. Son productos naturales, sin efectos secundarios. Empecé a tener reglas más abundantes y regulares de lo habitual en mí y de color más rojo vivo. ¡ Incluso puedo bañarme con la sangre en la bañera !. Tenía otros síntomas como dolores abdominales, pechos inflamados, mutación cutánea... Y esto también ha mejorado notablemente, ya que aunque hay días agotadores, me recupero en muy poco tiempo.".


Manuel Sarasa. 35 años. Funcionario público.
Disfunción eréctil e infertilidad.
"Desde los 13 años he sufrido problemas de erección, sintiéndome no hombre, un ser cabestro, un ente eunuco, pero tras 22 años sufriendo en silencio un flagelo insostenible, decidí probar la acupuntura  y ahora soy un toro insaciable!.
La acupuntura también nos ayudó a concebir. Estamos tan sorprendidos y felices con los tratamientos de acupuntura. Después de intentar toda clase de tratamientos para la infertilidad, solamente la acupuntura pudo ayudarnos.
Mi pareja está embarazada de 8 meses, y  ¡Whow … esperamos quintillizos!. Estamos tan y tan contentos…
Recomiendo a todo el mundo la acupuntura, un grato descubrimiento en mi caso. A priori es lógico que pensemos que dolerá, pero si confías en tu terapeuta y no vas nervioso compruebas que no duele.".


Froilana Tocino. 42 años. Probador de panderetas.
Ansiedad y arrebatos homicidas.
"Yo había oído hablar de varias terapias alternativas, pero sin conocimiento profundo de ninguna de ellas a excepción de la reflexología rectal, probada tras asesinar a  mi suegra.
Aún así, por compañeros de trabajo tenía muy buenas referencias, sobretodo en tema de acupuntura para dejar de fumar.
Recuerdo especialmente una sesión en la que acudí en medio de una gran crisis de ansiedad, derivando ya en incontrolados impulsos homicidas. En aquella ocasión combinaron la acupuntura con el reiki, y me cuesta explicar cuánto bien me hizo, pues me sentí de repente como teletransportada al útero de mi madre, flotando en el medio acuoso. No pude evitar abrir los ojos y llorar abrazando al médico al final de la sesión. Obviar decir que la ansiedad disminuyó de forma inmediata y que el terapeuta descansa ya bajo tierra.".


Florencio Usías. 41 años. Empresario mamporrero.
Artrosis e hiperlaxitud articular inferior.
"Jugueteando con una sierra eléctrica, sufrí una pequeña pero molesta amputación de parte de mi pierna, a la altura del menisco, bajo la rodilla, que me dejó cojeando y sin una pierna. Las alternativas eran dos: operar para insertar una prótesis postiza, que descarté como última opción, o reposo absoluto durante varias semanas, algo que debido a mi trabajo no podía hacer.
Con una pierna menos y cojeando, llegué, receloso, a la consulta de un prestigioso acupuntor recomendado por un familiar. Sustituyó el reposo por la digitopuntura y en cuestión de días mejoré un 100 % hasta tal punto que dos semanas después no solo habían desaparecido los dolores, sino que de la cicatriz de rodilla rebrotó una pierna nueva!.”.

Marceonilia Jaén. 33 años. Peluquera en paro.
Depresión y estreñimiento.
"Mi tráfico intestinal se había lentecido impidiendo que pudiera evacuar con regularidad y cuando podía hacerlo, una vez cada quince días, las heces que expulsaba eran del tamaño de un ladrillo, con los consiguientes desgarros anales que esto ocasionaba. Gracias a la acupuntura, pude regular la frecuencia defecatoria y emblandecer las heces.
También me ayudó con la depresión. Tras mi injusto despido quedé inmersa en una profunda depresión y unos ataques de ansiedad que no me dejaban ni dormir, ni razonar, ni dejar de pensar, y sobre todo, no era capaz de sonreír. Cada día estaba más débil y más triste, donde mi único consuelo diario era dormir y desconectarme del mundo. Tenía que pedir ayuda…Después de tres o cuatro sesiones con un psiquiatra, decidí optar por una terapeuta acupuntor. ¡¡Qué acierto!!. Fueron dos semanas de terapia más o menos continuada que me cambiaron la vida y sobre todo, me cambiaron a mí. Gracias a la acupuntura logré superar el estreñimiento, la depresión y ¡ conseguí trabajo!.".


Anastasio Prepuzio. 39 años. Capullo.
Ninfomanía.
"A los 9 años me diagnosticaron un comportamiento sexual compulsivo, un trastorno de hipersexualidad. Sentía desbocados deseos de fornicio. Advertí ingobernabilidad sobre mi vida, no había control.  Bastaba con ver de reojo un escote o un perfil curvilíneo en el pasillo del aseo para desencadenar una marcha inmediata al burdel más cercano. Copulaba con hombres, mujeres, frutas, animales silvestres o cualquier superficie blanda que lo permitiese.
Fue una adicción que me aisló. Visité el infierno. Me obligó a irme de casa y me mantuvo en un régimen de placer solitario que una vez me hizo masturbarme cien veces en un mismo día. Entendí que necesitaba ayuda. Acudí a un psiquiatra y un sacerdote. Sus terapias grupales no funcionaron. Después de tratarme con la medicina normal y de meses sin resultados evidentes, decidí finalmente acudir a un centro de acupuntura. Con 200 sesiones de acupuntura y 8.000 € menos conseguí controlar mis impulsos copulativos. Pese a que la terapia me resultó algo dolorosa, hoy puedo decir que llevo 2 años en la más absoluta castidad.” .




miércoles, 9 de octubre de 2013

CARICIAS ASIÁTICAS

Espumeantes y salobres cúmulos halados por el mar, hermoso como pétalo de centaura, humedecían nuestros encelados cuerpos. El azul, con unas persistentes oleadas rizosas, orlaba una granulada orilla en la que teníamos puerilmente los pies enterrados.
Las gaviotas, allí en lo alto, con sus lastimeros graznidos, avizoraban sus argentadas presas, mientras en el horizonte, un suntuoso navío se hacía escuchar con autoritaria música de trombón.
El aire cuajado, tórrido, perfumado de sal, contrastaba con un cielo plomizo, pesado, torvo de lluvia.
El mayestático sol se había dejado subyugar por la fuerza hercúlea de las nubes, macizas, vigorosas, henchidas de lluvia. 
Oteando la vastedad del agua salada, escuchando la barahúnda de la excitación marina, yacía tumbado en la arena acuosa junto a aquella mujer de belleza oriental.
La había conocido la noche anterior en un tablado flamenco de Huelva y pese a las limitaciones idiomáticas, nos enamoramos como cándidos quinceañeros.
Cuerpo altivo, talle menudo, liso cabello atezado, hocico romo, párpados caídos, rasgados ojos de perenne estreñimiento y piel de porcelana, nívea tal pollastre del Carrefour.
Taiwanesa. Quizás camboyana o vietnamita.  Coreana tal vez.
Esa mujer despertaba los vetustos secretos de nuestra existencia, los más brumosos legados de la simiente de los troglodíticos primates e incontroladas erecciones ecuestres.
Poseía la lujuria de una venus oriental, era cacique de la sensualidad, emperatriz del erotismo y  usufructuaria de toda belleza.
Sus pechos descollaban con un busto casi perfecto, heleno, ubérrimo. El escote que los adornaba abrazaba delicadamente unos pezones que se adivinaban pétreos, exuberantes y perfectamente cilíndricos bajo la pulcra tela de la camisola de colegiala.
Mientras su mirada escrutaba el piélago salado, su grácil melena era brizada por el viento, y su rozagante flequillo, leal confidente, abrazaba su albina frente, la contemplé con deseo, impudicia, liviandad.
Volteó su cabeza para acariciar mi hombro con ternura, sacudiendo cuántas cortezas de caspa encontró. Le contesté con la rugosa fricción de mis poceras manos en su cintura.
Nuestras fogosas miradas bailaron un chotis interminable, mientras nuestros cuerpos se aproximaron cada vez más y las cinturas, isócronas, esbozaron una soldadura carnal.
Nos fundimos en un beso impetuoso, sincero, eterno.
Acaricié sus pechos, recorriendo con mis amorcillados dedos aquellos dos volcanes en erupción, haciéndola escupir jadeos quejumbrosos de placer. Todo su cuerpo vibró, como gobernado por incorpóreas misivas de una viola celestial. Su pecho se irguió, enromando unas areolas cobrizas, anhelantes de caricias, de retozo, de bizarros magreos.  
Mis dedos se movían sorprendentemente ágiles, veloces, llenos de vital entusiasmo por el liso vientre que convergía en el oscuro monte de altos y negros ciprés.
Las posaderas firmes y epicúreas, embaladas por tersas medias sensuales y finas, se descubrieron y emergieron como lo hace día tras día el sol por el oriente.  Parecían ondear y levitar con bravura.
Sus caderas sinuosas, con un arte que envidiaría la más marrana de las danzarinas, esbozaban un velludo isósceles, empapado de secreciones libídines.
Hipnotizado por aquella apertura vaginal, acaricié su pubis, deslizando con maestría mi dedo índice hasta localizar el cítoris.
Nos licuamos en un deseo inquebrantable, rijoso y desenfrenado, pero con el comedimiento de dejarse llevar suavemente, con sedosidad, paladeando cada segundo, cada caricia, cada rozadura, cada sapidez, cada efluvio, cada movimiento.
Quise penetrarla.
Ella negó con la cabeza, con afásica sonrisa, el lenguaje internacional de las expresiones luminosas.
Sólo caricias. Quería sólo caricias.
Ahora lo sé. Ella era japonesa. De Fukushima...





miércoles, 2 de octubre de 2013

TENGO MIEDO

La habitación está lóbrega. El haz de luz atraviesa otra vez la ajada puerta y se ubica cuadriforme contra la pared y parte de la bóveda. 
Azarado, me retuerzo sobre el lecho, despavorido, acoquinado,  preso de las visiones reincidentes que extienden sus tentáculos por mi cerebro.
El hedor a sudor rancio y putrefactos forúnculos anega mis fosas nasales. No me molesta, más bien lo contrario, pues supone el contrapunto perfecto para mi estado de ánimo. 
Mi boca, seca como el esparto, anhela desesperadamente un sorbo de bourbon. 
Tumbado en una aséptica cama de hospital, el respirador que me mantiene vivo oprime mi garganta y me provocaba un repugnante sabor a plástico.
Los electrodos torácicos, que destilan un metálico efluvio a desinfectante acre y sangre rancia, me conectan a un monitor que registra de forma continua la débil frecuencia de mi pulso.
Sin poder interpretar lo sucedido, estoy perdido, levitando y serpenteando entre ecos vacíos de horas muertas.
Escucho los zuecos de la enfermera que se aproxima hacia mi cama. La matrona engarza el termómetro en mi velluda axila, gira la rueda del goteo para que el suero descienda más rápido,  asea la saliva escurrida por la comisura de mis paralizados labios y ensarta por vía fálica una sonda uretral.  
Verecundo por tener un ojo purpúreo, el labio desmenuzado y unas costillas aporreadas que tensan dolorosamente mi cuerpo, mi alma se encuentra galeota en una carcasa vacía e inerte.
Gimoteo sin control, intentando limpiar mi desesperación, mi rabia, mi dolor.
He sido arremetido verbalmente con arrogancia desmedida. Sin razón alguna, me han fustigado con saña, con ese constreñimiento del que sólo son capaces los más pusilánimes, los apocados que tienen que libertar sus frustraciones con quienes saben que no pueden defenderse.
Tengo miedo.
Recuerdo aquellos ojos llameantes y viles, las coceduras hundiéndose en mi estómago, los óseos artejos incrustándose en mi mandíbula, subyugado a la tiranía de aquellos sombríos hombres uniformados, oprimido por la violación espiritual de esos energúmenos ávidos de supremacía.
Las luces de la policía se filtran por las cortinas de la habitación. Respiro profundo, acojonado, amedrentado; la costilla fracturada que roza el pulmón izquierdo me obliga a cortar las palabras de la plegaria para soltar el aire despacio y atenuar el dolor, mientras me apoyo la mano en el costado. 
Tengo miedo.
Enciendo el televisor para tranquilizarme. Revivo de nuevo la pesadilla:




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