jueves, 25 de julio de 2013

FORNICIO EN EL CENTRO COMERCIAL


Aquel faraónico centro había sido concebido por crédulos atletas para dar respuesta a las necesidades de  los deportistas, a la gula de grotescos idólatras del cansancio, a la gazuza de decrépitos prosélitos de actividades excretoras de sudación.
Grandes estantes colmados de prendas de lycra, pelotas de pilates, stepeers y bancos de musculación. Ingentes alacenas henchidas de balones de fútbol sala,  bidones de bebidas isotónicas y sondas de pesca.
Museo del fitness, running y natación; templo consagrado a la grandeza disciplinar del submarinismo, tiro con arco o ping-pong. Santuario de los incondicionales de la catequesis física,  dónde uno podía hallar auténticas obras de arte ante las cuales rendir pleitesía a tan estúpida afición.
Los pasillos del vasto bazar deportivo, cuya mera pronunciación suscita obturación coronaria, estaban atestados de cicateros personajes poseídos por el furor adquisitivo.
Hordas de individuos ataviados en chándal, buscando apaciguar el gen coleccionista de zapatillas deportivas, subían y bajaban embutidos con bolsas por las escaleras automáticas.
Ilusos. Imbéciles.
La aglomeración, con estúpida expresión de adoración teatral, emanaba un aroma intenso, entre orines y secreciones antiguas.  
Había decidido acudir al centro comercial para adquirir un set de juego de petanca, y deparé unos instantes en analizar aquella compulsión consumista de cientos de personas que pugnaban puerilmente por el saldo, los leggings o las gafas de buzo.
Una sensual y sincopada voz interrumpió el bullicio de la gente para lanzar una oferta en la sección de equitación. Los clientes, en el saturado pasillo principal, se enzarzaron en intrépida refriega para llegar primero a la sección de hípica.
Mientras observaba jocoso la dantesca escena, la descubrí.
Su belleza candorosa pero procaz, su piel canela y sus atezados ojos me cautivaron inmediatamente. 
Desprendía lujuria y concupiscencia,  y no existía nada artificial, premeditado en ella. Su pelo negro azabache ondeaba ligeramente invitándome a abordarla.
Comencé a tejer mentalmente lo que debía decirle para presentarme, cuando giró la cabeza y nuestros ojos colisionaron en una mirada fugaz, sucia, inesperada, libertina, lasciva.
Aquellas retinas exhalaban libídine y erotismo feroz, y parecían destilar música en cada pestañeo.
Percibí como mi achacoso corazón agitaba la sangre con ímpetu, rociando mi alienado cerebro con un adictivo cóctel de hormonas, dilatando mi apéndice fálico. 
Empecé a hiperventilar. El sudor empapó mis axilas y percibí como el flujo varonil anegaba mis conductos seminales. Instintivamente, imaginé cómo mis glándulas testiculares golpeaban su perineo.
Ella me estaba sonriendo, entre tímida y socarrona, invitándome a poseerla, como anticipando lo que estaba a punto de acontecer.
Sin mediar palabra, la cogí con mi mano y entramos en uno de los probadores para satisfacer nuestros instintos más primarios.
La penetré...Una y otra vez...


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Volvemos en Septiembre...

miércoles, 10 de julio de 2013

INMOLACIÓN FALLIDA

Apuro un café en estado de ebullición. Estoy nervioso, turbado, bullicioso. Las cáscaras de gamba colonizan el sucio empedrado de aquel tugurio de precios prohibitivos.  Me fumo el cigarrillo electrónico en silencio, rápidamente, con avidez, dando pedestres e intensas caladas mientras repaso mentalmente, por enésima vez, los detalles del atentado.
Transpiran mis manos, los pies, el ojo bruno. Mi agrietada frente empieza también a ser pasto de la sudación.
Un individuo mórbido y de aspecto siniestro, engulle hamburguesas como si no hubiera mañana. Tras él, dos decrépitas octogenarias, acicaladas con maquillaje propio de una academia de payasos,  juegan vehementemente al parchís. Una taheña azafata de vuelo, de escasos cuarenta años amarrados en una grotesca coleta, hurta los azucarillos del café mientras un degenerado de ojos estrábicos cierra una revista de zoofilia, doblando con su diestra mano la punta de la página 15 para posteriormente acomodarse el fardo testicular con la zurda.
Aquellos decadentes e inocentes seres, en cuestión de minutos se convertirán en víctimas de mi cruzada, damnificados colaterales.
Recuerdo ahora las lecturas clandestinas, aquellos textos que estimulaban mi adrenalina pubescente, palabras que inyectaban la dosis de tósigo para ser un insurrecto de esta sociedad, un sedicioso en rebeldía contra quienes usurpan nuestras libertades.  
Rememoro cómo escribía literatura contestataria,  cómo secundaba huelgas y motines callejeros, cómo redactaba fanzines de compromiso social.
Contumacia y obcecación, intolerancia y agresividad, son las actitudes exacerbadas que he adoptado, ávido de rebeldía, para arremeter pasionalmente contra la opresión, contra este pérfido e injusto genocidio premeditadamente ignoto por nuestra sociedad.
La cafeína realiza su efecto y aclara mis ideas.
Me estoy cagando.
Rotunda convicción. Ferviente y chauvinista paladín de los derechos de los más desamparados. Lo tengo decidido. No hay marcha atrás. Me convertiré en mártir de noble causa. Me voy a inmolar.
750 gramos de explosivo plástico CN-42-3√12 adherido a mi cuerpo, suficiente munición para reventar en mil pedazos el avión.
Una voz nasal, particularmente desagradable, alerta por megafonía que ha llegado  la hora de embarcar.
Vuelo 812 con destino a Islas Feroe. Puerta 62.
Abandono a toda prisa la cantina aeroportuaria mientras el noticiero ofrece su ración diaria de adulterio entre celebridades: hablan de un descasamiento, letanía populachera.
No la escucho.
Me dirijo apresurado por los pasillos del aeropuerto a la boca de embarque. Silbo una balada de Manolo Escobar en una habilidosa maniobra de distracción hacia los agentes de aduanas.
Simulando tartamudez con relativa facilidad, paso el arco detector sin problemas pero inspeccionan minuciosamente mi maleta de mano.
Hijos de puta.
Me confiscan la petaca de orujo y mi colección de calcomanías.
Subo al aeroplano, busco mi asiento y levanto mi pequeño maletín hasta el compartimiento que tengo sobre la cabeza. Me  siento en la butaca del pasillo esperando nerviosamente a que el Boeing 757 despegue.
Un afrancesado azafato, de hediondas axilas, recorre los asientos del avión mientras hace recuento de los pasajeros.
La áspera voz del piloto retumba en los altavoces para comunicar a la torre de control que se dispone a despegar.
Un océano de castañuelas metálicas emerge durante unos instantes por encima del fragor de los motores.
El avión abandona tierra firme, elevándose por los aires tal pajarraco de metal, dejando atrás, allí abajo, los pinos y las palmeras, el paisaje tono ocre marchitado por el justiciero sol de Julio.
-Dong-. Se encienden las luces de los cinturones. - Recuerden que no está permitido fumar- susurra una libidinosa voz por megafonía.
Levanto la cabeza y escruto por última vez el avión. 
El sudor empapa ahora mi cuerpo. Lo nervios me hacen hiperventilar.
Pienso en todos aquellos pasajeros, en sus allegados,  en los posibles sobrevivientes y en sus historias, en las entrevistas que concederán a la prensa, en alguna escuela que bautizarán con mi nombre.
Medito en mi adorada Villanueva del Trabuco, en Eurodisney, en las escasas personas relevantes en mi vida, en lo que bisbisearán en mi velatorio, y en quién cojones heredará mis deudas, mis consoladores rectales y mi colección de Falete.
No puedo evitar que una lágrima se derrame de mi legañoso ojo.
Ha llegado la hora.
Repito mentalmente aquella frase reivindicativa que tanto había vociferado en las manifestaciones. 
Me levanto de mi asiento...
-¡ No a la extinción de los gitanos pelirrojos!-:





miércoles, 3 de julio de 2013

MODELOS CABRONES

Desfilan y avizoran como gánsters narcisitas dispuestos a pasar un rato solaz en la piscina de Al Capone después de rematar algún sangriento encargo en el Chicago de la ley seca.
Son guapos, acaudalados, membrudos, galanos, musculosos, de abdominales de cemento armado. 
Cabrones.
Si se quitasen el sombrero y las prendas, y seguidamente les brotasen de la espalda plumosas y níveas alas, nos hallaríamos ante un grupo de atléticos querubines preparados para posar en el taller de un Michelangelo ávido de crear esculturas de rasgos efébicos.
Es muy tenue la frontera entre el candor y la picardía. Basta una sonrisa maliciosa de morueco aldeano para que este celeste serafín adquiera las trazas de un leviatán irresistible.
Estos prodigiosos muchachos, dignos de reinar cualquier selva, se encargan de presentar en las pasarelas de Milán, París o Nueva York la colección de moda masculina de una prestigiosa marca.
Sí. Son los modelos publicitarios. 
Aquellos individuos, cabrones, que jamás encontramos en el supermercado, en la ferretería o en el IKEA. Esos personajes con los que nunca nos cruzamos por la calle, ni coincidimos en la panadería o en la charcutería.
Y te observas ingenuamente frente al espejo, enfundado puerilmente con sus prendas y te cercioras, cabreado y contrayendo una actitud derrotista, que no eres tan atractivo como ellos, que la ordinariez reina tu vida.
En una cultura tan sexista, ancorada en lo visual, la apariencia física juega un rol muy importante. Lo percibimos especialmente en medios de comunicación. Dichos medios promueven estereotipos falaces, despertando un pueril interés en las personas. Todo esto lleva a que la sociedad discrimine a aquellos que no cumplan estos arquetipos. Es una cultura condicionada estéticamente, dónde ser atractivo es el engranaje para alcanzar la propia seguridad, convirtiéndose en un indicador social de estatus, éxito y felicidad.
Así, en los últimos años, la delgadez y el atractivo físico se han vuelto un ideal a seguir, y la obesidad y el desaliño facial conforman un estigma.
La realidad, no obstante, revela que los individuos normales hemos sido afligidos atrozmente por la herencia genética o simplemente hemos sufrido una errónea mutación darwiniana en nuestro decrépito cuerpo.
La gente corriente es fea por naturaleza. El varón es antiestético, desagradable, repugnante, indecoroso, excluido de la reserva genética de la humanidad. 
Es así. No hay que derramar lágrimas ni rasgarse las vestiduras.
Para nuestro consuelo la gente del montón es intrínsecamente fea.
Somos seres cuyos rostros amplían el significado de la palabra crueldad; personajes de horribles y espantosas facciones, excomulgados, rechazados, implacablemente repudiados;  individuos cuyos rasgos injurian a la propia creación, con facciones abstractas concebidas en los más lúgubres sueños de Lucifer
Poseemos cara de roedor con disentería,  ojos asimétricos y dientes de castor. Rostros nauseabundos, vejadores de la sensibilidad, exentos de encanto y prodigalidad, infames, estiercolizantes, que incitan a la regurgitación, estimulantes de la náusea, inmarcesiblemente vergonzosos, con el toque pernicioso de la bestialidad, paridos en la mente de un psicópata. 
Con medidas y hechuras políticamente incorrectas, e índices de masa corporal incompatibles con el Discóbolo de Mirón, estoy esperando en la parada del autobús.  
Observo a los transeúntes. Allí están. Bajitos, alopécicos, mórbidos, sudorosos, conscientes de su desventaja física. Estresados, repugnantes, hediondos e inmundos, damnificados por su baja autoestima.
Lanudas orejas como velas de un bergatín. Piel con porosos despeñaderos de estrías. Narices tendenciosas, ladeadas, caprichosas, rociadas, a veces casi inexistentes como una calavera. Ojos atemorizantes, estrábicos, carentes de pestañas. Bocas rodeadas de vello, comisuras colonizadas por larvas salivales,  con ambarinos dientes quebrados.
Cada uno abstraído en su vida, obligación y devenir, pero feos retraídos, todos feos, aquejados por el complejo de inferioridad.
Levanto la vista y advierto una marquesina con un sonriente modelo de ropa interior  cuyo geométrico cuerpo parece haber sido tallado en mármol. Me mira burlón, por encima de mi hombro, con arrogantes ojos déspotas y régulos. Ese desgraciado ha gastado en un mes en peluquería y gimnasio lo que yo gano en media vida.
No quiero sentirme minimizado por aquel vástago de deidad helénica.
Consciente de mi desventaja corporal y adquisitiva, devuelvo la mirada a esos ojos colmados de grandeza, que intentan demostrar su supremacía sobre los demás.
-  Yo no soy tan guapo, pero,,, ¡ tu no sabes hacer esto, cabrón!:



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