miércoles, 30 de enero de 2013

BRICOLAJE PARA GILIPOLLAS

El bricolaje ( del francés ‘bricoler’= ¡Hágalo usted mismo, cabrón! ) consiste en la fascinante, maravillosa y pedagógica actividad de realizar trabajos de optimización del hogar, muebles o siniestros artefactos con los medios y escasos conocimientos que maneja cada persona, sin la necesidad de auxiliarse de instrucción técnica o base teórica. Es decir, simplemente contando con la avidez y la motivación para aprender a crear, mantener, reparar o mejorar  cualquier objeto de nuestra morada. Se trata pues de una grotesca  actividad creativa, con incontestables beneficios terapéuticos y adelgazantes, que reutiliza lo preexistente por medio del empleo de los más variopintos recursos.
Sus infelices y fervorosos defensores argumentan  que no hace falta contratar los servicios de un experto en decoración o una empresa para hacer determinadas reformas sencillas, ya que la satisfacción que supone disfrutar de unas baldas, un práctico armario empotrado o un suelo de lámina flotante, es muy superior cuando el autor del cambio ha sido uno mismo.
Regodeo, inmensa felicidad y distracción que se traducen en calidad de vida en el hogar, ahorro, terapia anti-estrés, hobby  y seguridad para los nuestros.
Es sumamente complejo hallar una actividad que satisfaga más en esa mañana de sábado como el jodido bricolaje. Con todo el día por delante, con una jornada huérfana de preocupaciones laborales, no existe nada más gratificante que un peregrinaje ferretero para comprar los clavos necesarios para colgar  los rieles de las cortinas o la estantería de pladur.  Una disciplina capaz de hacerte sudar como un cortador de kebabs, dejándote las manos con unas llagas del tamaño de centollos, los dedos mutilados por el taladro y una agradable laceración en la espalada que irradia hacia las costillas bajando hasta el escroto. 
Maravilloso.  
¡A tomar por culo el fútbol!. ¡Yo quiero hacer bricolaje!.
Enfundados con el viejo chándal, nos dispondremos a tunear unos viejos muebles usurpados en un vertedero, provistos de un mazo, unos alicates, el destornillador y un poco de superglue, y hechizados por esta actividad, mimetizados por este seductor hobby, sin poder evitarlo, compondremos una lámpara con un toque renacentista, pasando por la comodilla de un armario, y acabaremos construyendo un bungalow a tamaño real, con fachada impermeabilizada y comedor para aves incluido. Y, donde antes teníamos dos agujeros de taladro, ahora tenemos las ruinas de Atenas, enyesando gilipipollescamente con plastilina ese mar de perforaciones.
¡Ahhhh, qué gusto da ser un manitas!.
En esto del bricolaje, como en tantas otras actividades, la experiencia es un grado, y es conveniente empezar con proyectos sencillos hasta ir dominando técnicas y herramientas.
Desgraciadamente, el bricolaje, un saber transmitido de generación en generación, de código abierto y sin derechos de autor, ha sufrido múltiples ataques del capitalismo, de la producción masiva y la dictadura de las marcas.
Para recuperar la tradición del hackeo de la tecnología doméstica, en el taller de hoy, haciendo uso de nuestra imaginación y creatividad, aprendermos a  construir con materiales reciclados, seguros e higiénicos, uno de los útiles artefactos que este maravilloso entretenimiento puede ofrecernos.
Un artilugio de naturaleza 100 % manual, que nos transportará a un océano de nuevas sensaciones. Un producto tremendamente flexible, suave, agradable al tacto y al contacto con su interior.
Inicia un inolvidable viaje sin retorno al mundo del erotismo. Experimenta y descubre un placer antes inimaginable. 
El recorrido interior se encuentra hábil y económicamente texturado para provocar mayores sensaciones. De diseño ergonómico, se adapta perfectamente a cualquier tamaño, manteniendo la presión debido a su capacidad de estiramiento. Fácil de mantener, es totalmente lavable y reutilizable, y permite su desmontaje. 
Todo lujuria con sólo una botella de La Casera, dos esponjas de baño, celo y  un rollo de film alveolar ( plástico de burbujas para embalar). Debo advertir que crea dependencia.
¡Viva el bricolaje!






miércoles, 23 de enero de 2013

ENGAÑADO


Había dormitado poco y mal. Al despertar creí que el astigmatismo, la hipermetropía y el estrabismo habían sanado. Qué gilipollas... Había dormido con las lentillas puestas. Me levanté temprano para ir al parque. Lo hice con aquel monopatín cromado que el cabrón de Santa Claus dejó en Nochebuena.
La dehesa estaba casi desierta. Necesitaba pensar un poco, despejarme, perderme en la más absoluta soledad. El jardín estaba aún fresco, todavía se sentía el olor del césped húmedo, cubierto del rocío nocturno. Al costado, en el sendero, los majestuosos castaños empezaban a mostrar tímidamente las jodidas flores a las que era alérgico. Las había de todos colores: rosas pálidos, morados intensos, azafranados y el exclusivo blanco. En sus ramas pude ver un par de gorriones aleteando.  En su tallo, una pareja de bellísimas ardillas copulando. Con certera puntería, logré derribar al macho con un pedrazo. Comprobé, perplejo, que el mugriento roedor es volátil si se lanza con la suficiente fuerza.
No podía creerlo, mi mundo se había derrumbado. Me sentía traicionado, vejado, ultrajado. Mi alma se había estremecido, mi columna rechinaba aguda por la aquella herida imborrable. Desazonado, lloraba desconsolado, sumido en una angustia frustrante, con mi corazón abismado en la tristeza y mis puños apretados por la vesania. No daba crédito a lo ocurrido.
Retumbaban en mis oídos las frases de amor que ella solía repetirme. Cerré los ojos por un momento, y vi una vez más su decrépito rostro, emitiendo aquellos dantescos sonidos de gorrino al reírse. 
-¡ Furcia !- grité con voz entrecortada, levantando las manos al cielo.
Llevaba conmigo el móvil, mi última esperanza de que aquella lerda me llamara, empezando a obsesionarme al grado de canonizar emocionalmente ese amor perdido.
Sabía que Jacinta había tenido más hombres dentro que el caballo de Troya, pero jamás pensé que ella me traicionaría, que cometería adulterio con un amigo mío. No podía aceptar que ella me hubiera engañando, no podía creerlo de ella, no de ella.
Mientras caminaba, mordiéndome el labio inferior para simular la ira que me invadía, pensaba en el maldito día  que la conocí y la acepté como amiga, como surgió nuestro amor apasionado, un apego puro y crédulo. Recordaba con aflicción como ingeniaba lo más perverso para convertirlo en un juego cuyo único fin era hacerla gozar, como le recitaba Schopenhauer mientras tocaba el arpa, como le enseñé  alargar las sílabas al insultar. 
Avanzaba mecánicamente, con mi cuerpo y espíritu totalmente disociados, no sabía cuanto tiempo llevaba caminando por aquel parque. Apenas podía pensar con lucidez. Miraba el anular de mi mano izquierda, mientras ese anillo de prometido relucía al contacto con la luz.  Quería quitármelo, tirarlo, romperlo, metérmelo por el culo. Quería que se diluyera, que nada de lo que estaba sucediendo fuera verdad.
Dos días antes, aprovechando que tenía en la ciudad una fructífera entrevista de trabajo con una prestigiosa firma cinematográfica, que reclutaba personal para doblar películas para adultos, decidí comprar en un bazar chino un picardía y un tanga semitransparente, de suave tul, blondas y sensual encaje. Mi relación con Jacinta se había enfriado en lo que a fornicio se refiere. Distanciamiento copular, desapego coital.
Salí del comercio mandarín dispuesto a darle una sorpresa. Un regalo que pretendía encender de nuevo una llama tenue, lánguida, casi apagada.
Al llegar a casa, abrí lentamente la puerta, entrando sigilosamente para que Jacinta no notara mi llegada; iba cerrando el pórtico cuando oí unos jadeos de macho. Aquellos sofocos me eran sospechosamente familiares. Procedían de la habitación. Nuestra habitación.
Un grito de placer hizo que mi corazón se detuviera por unos instantes. Era la cabrona de Jacinta.
Reuniendo toda la testiculina, me acerqué al viejo portón de madera de donde procedían aquellos sofocos de deleite. La puerta estaba cerrada. Me agaché para husmear por la cerradura.
Allí estaba Jacinta, felina como una pantera, huérfana de prendas, en medio de un interminable concierto de besos, socarrones y apasionados, exhalando un poderoso erotismo en cada una de sus luciferinas acciones sensuales, mientras las yemas de sus roñosos dedos rozaban cada pliegue de la piel de aquel traidor. A su lado, mi buen amigo, E.T el extraterrestre, sumergido en un profundo estado de frenesí, moviendo su grotesca cabeza, como la lata de refresco que agitaron un momento antes, abriéndola y desbordándose.
Hijos de puta.


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miércoles, 16 de enero de 2013

MAÑANA DE CÓLERA


Miércoles, 6 de la mañana. Hace un frío de tres pares de cojones. Encogimiento escrotal. Incontinencia mucolítica. Pezones erectos, alegría desbordada. Retumba de nuevo el jodido despertador excesivamente pronto, recordándome que debo ir a trabajar. Gracias, cabrón, muchas gracias. Otro día  condenado a la esclavitud del cabrón de mi jefe. Después de emular el grito de tarzán con un bostezo monstruoso, zanganeo bajo las sábanas que algún día habían sido blancas, aprovechando hábilmente las últimas prorratas de sueño. Cuando llegue a 3 me levanto de la puta cama, lo juro: 1... 2.. 2⅞... 2⅝... 2⅔... 2¼... 2½... 2¾... 2÷√1245x⅜≤∆x∞/1²,,,.
Finalmente, no sin hercúleo esfuerzo, me levanto comprobando que colonizan mis ojos lagañas del tamaño de cortezas de cerdo. Deambulo medio dormido hasta el baño. Golpeo torpemente mi macrocéfalo contra las litografías que decoran siniestramente el pasadizo. Parezco un hediondo zombie de The Walking Dead. Meada interminable. Me ducho con el agua en estado de ebullición. Me aseo los pocos dientes que me quedan, a cámara lenta, preguntándome perplejo quién cojones se dedica a poner las rayas azules en la puta pasta dentífrica.  Me miro al espejo con cara de pocos amigos, asustándome por lo que veo. Posteriormente desayuno leyendo la etiqueta en portugués de la caja de cereales, me visto apresuradamente y salgo de casa a toda prisa.
Entro en el coche, dispuesto a penetrar en el bullicio de la jungla urbana. Puta madre, el atasco es monumental. Asfixiado por el sucio vaho de los tubos de escape, por el polvo de las obras colindantes y el enojoso ruido de las bocinas, enciendo la radio para sobrellevar el tedio y la desesperación de ese momento. Observo como el decrépito conductor de mi izquierda, seboso y alopécico, se hurga la nariz con regocijo. Su grotesco rostro se deforma de placer cuando consigue hallar alguna de las inmundicias afincadas en su mugrienta cavidad nasal. Tras examinarlas con deleite, las usa como tentempié. El parecido con mi jefe es asombroso. Me dan ganas de escupirle, de apedrear aquella cabeza despoblada, de meterle un huevo Kinder por el culo. 
El tráfico es denso y los vehículos, en fila, circulan lentamente. Cierro los ojos, y le veo, a mi jefe, riéndose de mi. Me fumo el octavo cigarrillo del día, tratando de sosegarme. Apenas hace una hora que me levanté. A este ritmo, por la noche enfermo de neumonía. Otro semáforo. Noveno cigarrillo. Durante unos interminables minutos soy espectador impaciente del cambio de secuencia lumínica del semáforo, sin avanzar un metro.
Ahora, los coches empiezan a circular con mayor fluidez. Miro el reloj. Llego cinco minutos tarde, justo el día en el que vienen los japoneses a firmar el proyecto en el que tanto había trabajado. Aparco delante del trabajo como quien entra en boxes. Entro en la oficina a toda prisa, asmático, haciéndome el distraído para no saludar al personal de recepción.
Ya en mi despacho, dejo mis cosas sobre la mesa y enciendo con desgana el ordenador. Con la intención de iniciar la jornada laboral echando un vistazo al  correo electrónico, recibo la llamada del  jefe, quien, atosigado y de mal humor, me comunica con cierta hostilidad que hay que repetir el jodido informe trimestral de ventas. Con aquella soberbia que le caracteriza,  demostrando una vez más quien tiene la autoridad, asegura que se trata de un asunto urgente, exigiéndome que posponga el resto de asuntos pendientes para tenerlo concluido cuanto antes. Una ruin forma de mantenerme ocupado mientras él firma el acuerdo mercantil con los nipones. ¡Bastardo hijo de puta!.

Nada más colgar el teléfono me invade una intensa sensación de ira. Y mientras percibo como ésta es cada vez mayor, pienso en pegarle hostias de dos en dos hasta que salga impar. Deseo apalearlo como a un perro rabioso. Quiero matarlo. Pero me falta testiculina. No puedo arriesgarme a una condena de cárcel. Mi culo, suave y terso, sería un blanco perfecto para holgazanes famélicos de sexo. Presentarle el puto informe de ventas en números romanos puede aliviarme sí, a corto plazo, pero después debería, por enésima vez, redactar el dossier de nuevo. Suscribir a mi jefe a alguna revista de paranoias psicóticas, puede cabrearlo, pero precisa de desembolso. 
No puedo más. Necesito putearle. De forma inmediata. Voy al aseo. Me estoy cagando. Me quedo abstraído mirando el rollo de papel higiénico. Mi ojos humedecen, noto como mi corazón galopa desbocado. Tengo la solución. ¡ Te vas a enterar cabrón!.






viernes, 11 de enero de 2013

PROPÓSITOS DE AÑO NUEVO

La semana pasada comenzó el nuevo año, y tras la pertinente y copiosa celebración, con nutrida comilona y abusos etílicos, tocó establecer objetivos para los próximos doce meses. 
365 jodidas e interminables jornadas. Un año tiene demasiados días como para tentar a la suerte, especialmente en 2013. 
Y es que  cada año, el 31 de diciembre, cuando el reloj marca las 12 campanadas, formular pueriles deseos que hablan de futuras promesas y sueños por cumplir son algo tan típico como el asqueroso turrón o los grotescos villancicos. 
Generalmente, un nuevo año significa cerrar un ciclo, para empezar otro en el que esperamos lograr una serie de objetivos, sueños o metas y, para lograrlo, nos planteamos una serie de utópicos e insensatos propósitos que, la mayor parte de las veces, abandonamos a los pocos días o semanas de haberlos planteado. Muchos de éstos se repiten año tras año y al final no somos capaces de cumplirlos y es cuando lo que fueron objetivos para el año anterior se convierten en aspiraciones para el año nuevo y, con ello, vuelta a empezar. Sí. Somos así de gilipollas. 
Un nuevo año sugiere nuevas oportunidades, y todos pensamos en cosas que podemos mejorar. Unos quieren que la vida les sonría, y saben que en parte depende de ellos mismos: dejar de fumar, aprender euskera con los productos Eroski, adelgazar, ganar una medalla de oro olímpica en esgrima, dejar de trabajar para dedicarse full-time a la bebida, aprender corte y confección. Otros, ilusos en la mayoría de casos, desean fariseos anhelos de paz y felicidad a individuos que ni si quiera conocen, e incluso codician conocer en persona al Padre Todopoderoso.
En todos los casos, al no conseguir esas metas, afloran atroces sentimientos como culpabilidad, impotencia, sentimiento de inutilidad, ansiedad o disforia. 
La realidad es que no terminamos de hacer recuento de objetivos conseguidos en el año que dejamos cuando ya estamos con la planificación anual del próximo ejercicio de nuestras decrépitas vidas, convertidas en gestoras vitales de nuestra propia causa.
El problema reside en que pretendemos conseguir todos los propósitos. Y el resultado es el solemne desastre: como mucho conseguimos cumplir nuestro deseo la primera semana, y a veces ni eso. Unos meses más tarde dejamos de pagar la cuota del gimnasio, habremos engordado como un cerdo camino del degolladero, volvemos a comprar el tabaco por cartones, y nos engañamos diciéndonos que será mejor intentarlo en verano, en vacaciones, que estaremos más sosegados.
El secreto es plantearse un único objetivo.
No se trata de fuerza de voluntad, sino de cambiar hábitos. Uno no se lava el esfínter tras defecar o se escurre  el pene después de miccionar  porque tenga mucha fuerza de voluntad, sino porque es lo que hace de manera rutinaria, casi siempre a la misma hora o en la misma situación. 
El hombre es un animal de costumbres, así que se trata de convertir nuestro propósito en una costumbre, algo que hagamos sin pensar y que incluso nos haga estar incómodos si un día no podemos hacerlo, como nos pasa cuando no nos purificamos el culo después de cagar.
Yo, para este año, me he planteado aprender una de las actividades más fascinantes que el ser humano puede experimentar: la peluquería femenina. 
Sí, peluquería, con dos cojones.
Una quimera después de toda una vida con inclementes temblores de manos. Un objetivo, sin duda, intimidante. 
La delicadeza y sobriedad de cada gesto, con movimiento hiperflexo de la muñeca. La  embriagadora experiencia de agarrar un peine redondo y descubrir el placer de tocar un cabello increíblemente sedoso, lleno de vitalidad. El sugerente arte de desprender con suavidad los pelos muertos y eliminar los posibles nudos. La evocadora oportunidad de ayudar a la mujer a recobrar la elasticidad y movimiento de sus mechones. Es como un vértigo creativo que te posee y durante el cual la inspiración te guía a dejar que los cabellos de la hembra apunten hacia arriba si la fémina es atrevida o hacia un lateral si es más tradicional.
Sin duda, apasionante.
¿ Cuál es vuestro propósito ?

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viernes, 4 de enero de 2013

LOS CABRONES DE LOS REYES MAGOS


Con la llegada de las Fiestas de Navidad, también llegó el acontecimiento que más ilusión me suscitaba: la visita de los Reyes Magos de Oriente. 
Esos míticos y grotescos personajes, coronados legendarios y desgreñados; aquellos tres mugrientos y barbados caballeros montados en sus camellos, que todavía hoy, colman puerilmente mi corazón de alegría, y me devuelven la ilusión perdida de la inocencia. 
Siempre había sospechado que tres hombres, maduros y varoniles, visitasen hogares año tras año, con la simple finalidad de hacer regalos. Era consciente que aquellos payasos transgredían la ley, entrando impunemente en casas ajenas. Pero a mis 40 años, continuaba ingenuamente enamorado de un sueño, hechizado por la aruspicina de esa noche mágica y profética, acongojado por no saber aún si mis deseos habrían sido o no concedidos, empecinado en verificar en primera persona la frase que tantas veces me habían repetido: ” Los Reyes Magos son como tus ojos. El tercero es negro”.
La oscuridad de la noche allá fuera, rota por los centelleos de neón y el resplandor de los escaparates adornados con motivos navideños, creaba un ambiente de algazara que lo inundaba todo. 
Salí al balcón provisto de unos binoculares que hábilmente había hurtado de un Leroy Merlín, dispuesto a contemplar la Estrella de Belén, brillando como una lentejuela sobre terciopelo nocturno. 
Tras un par de horas de tediosa espera, y con evidentes signos de hipotermia, cerré furioso la ventana y escupí la bilis con un gruñido. Ni rastro del jodido cometa. 
¡Maldita contaminación!- susurré contrariado mientras me frotaba con fervorosidad los genitales para entrar en calor. 
Los zapatos relucientes, 3 gramos de cocaína y una botella de cognac para los reyes, y el césped, arrebatado del jardín de mi vecino, hábilmente mezclado con cianuro para los camellos, aguardaban impacientes bajo el árbol de navidad.
Estúpidamente nervioso, decidí disponerme a depender de mi viejo televisor para sobrellevar las horas previas a la medianoche.  En el canal 5, un partido de exhibición de tenis femenino llamó mi atención. De forma astuta, subí el volumen para hacer creer a mis vecinos que estaba follando.
Me tumbé en la cama con sobredosis de café. No quería que me pasase lo mismo que años anteriores, cuando fui incapaz de levantarme al oír aquellos esperados ruidos en el salón. Los Reyes de Oriente iban a volver aquella noche, puntuales a su cita anual y no estaba dispuesto a perdérmelo. 
Lo tenía todo previsto. Un plan minucioso. Detrás de la puerta, entre el mugriento sofá y la grotesca lámpara de pie, estaba mi escondite secreto, aquel que había servido tantas veces a mi padre para ocultarse de mi madre cuando ésta iba borracha.
A las 24.00 horas, apagué la luz del dormitorio y salí sigilosamente de mi habitación, tumbado en el suelo en forma de cruz, y arrastrándome tal marine en misión secreta, me coloqué en aquel rincón que sería mi puesto de vigilancia durante todo el crepúsculo. 
El viejo reloj cucú marcó las tres de la madrugada. Ni rastro de aquellos cabrones. Yacía inmóvil, hastiado, tremendamente aburrido en aquella jodida guarida. Una cruel y bizarra idea se cruzó por mi cabeza. Cogí el calcetín que adornaba el árbol de navidad, me lo enfundé en el pene a modo de profiláctico, y me masturbé. Cuatro veces. Cuando empezaba la quinta autoestimulación, oí como si un gato estuviera arañando las maderas del balcón. Con el corazón casi saliéndome por la garganta, posé mi dedo índice sobre el interruptor, pero no me atreví a encender la luz.
- ¡ Ya están aquí los Reyes Magos !- exclamé entre sollozos y con voz entrecortada. 
Asomé la cabeza para observar como dos sombras deambulaban siniestramente por el salón a gran velocidad. Lo primero que me llamó la atención es que no vestían con sus largas y pomposas túnicas, sino que iban en chándal y calzaban  zapatillas. Atribuí el hecho a la crisis. Entre ruidos, oía voces, pero tan bajas que no entendía lo que decían. Decidí asomar de nuevo la cabeza. Ahí estaban Melchor y Baltasar, aspirando por su nariz el estupefaciente y sorbiendo el brandy que les había dejado preparado. Aquellos desgraciados se estaban dando un fastuoso festín. 
Pero ni rastro alguno de los regalos. Ni rastro de Gaspar
Mis manos no habían dejado de temblar, y la tristeza  se apoderó  mí. 
Noté como mi corazón se ahogaba en el fango, dagas de hielo clavadas en mi alma. El dolor me invadió suplicando a mis ojos que derramaran lágrimas. Los Reyes Magos se habían olvidado una vez más de mí.
-¡Anastasio, Anastasio!- susurró una voz afrancesada.
Acurrucado en la esquina, me froté los ojos.
-¿ Quién es? ¿Quién me habla?- exclamé perplejo.
-¿ Por qué lloras, hijoputa?- añadió aquella hercúlea figura con tono conciliador.
-¿ Quién eres?- murmuré acojonado.
- Soy Gaaaaspar, tu rey favorito. No me he olvidado de ti, cabrón. He venido desde tierras lejanas para hacerte un regalo muy especial- respondió aquella voz con evidentes signos de embriaguez. 
Una emoción indescriptible se apoderó de todo mi ser; sentí que la voz se me anudaba en la garganta, estallé en un sollozo inmenso.
Gaspar por fin no se había olvidado de mi.
Con el rostro bañado en lágrimas, encendí la luz del salón. Y allí estaba él, soberbio, divino, célico. 






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